El sueño (Cuento de Gonzalo Pérez)


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Esa tarde tenía ganas de llorar. Se sentía como en su adolescencia, cuando algunas noches de domingo al regresar del cine, todo terminado, sólo restaba el madrugón del lunes, el liceo y la semana de trabajo. Lo malo era que ahora tenía veinte años más, y tampoco le esperaba su padre leyendo junto al fuego de la chimenea, ni su madre con su pastel preferido, ni los hermanos mayores con las anécdotas traídas de la calle, los chistes y comentarios.

Buscaba el motivo, sin hallarlo. Con los años había logrado algunas claves para descifrar sus tristezas. Por ejemplo, sabía muy bien el por qué de algunas melancolías juveniles: en aquel tiempo le hacían mal aquellas películas estilo Hollywood-de-los-años-40, donde todo era bello, feliz y millonario. Si hoy veía alguna de ellas (generalmente no llegaba al final), se sonreía; pero en aquel entonces su inmadurez le hacía sufrir por la vuelta al trabajo, al estudio, y sobre todo al mosaico frío del comedor, a los techos altos de su alcoba y a las sábanas heladas que contrastaban con los palacios californianos o los hoteles de Copacabana o del Caribe que se veían en el cine.

Juan no huía de sus tristezas, ni se regodeaba de ellas. Las investigaba, analizaba sus raíces, y cuando llegaba al fondo se diluían normalmente. A veces se invertían como en un negativo, transformándose en alegría, ganas de luchar y de vivir.

Pero esa tarde no aparecía ninguna punta de ovillo por donde comenzar. Recorrió interiormente los últimos días y semanas, y nada. Todo parecía florecer en pequeños triunfos y satisfacciones personales: estaba en una buena etapa de creación y sus cuadros se estaban cotizando muy bien en las galerías. Sus relaciones con Sofía, su compañera de los últimos meses, parecían avanzar y comenzaban a calar hondo. Entonces, ¿por qué esa sensación de tedio, de inutilidad total? Dejó deslizar su mirada distraídamente por el taller intentando hallar alguna raíz a su aflicción. Tropezaron sus ojos con el rostro del cuadro que había pintado el día anterior. Y adivinó que allí estaba oculta la llave profunda de su desazón interna. Poco después recordaba la pesadilla de dos noches antes.

* * *

Estaba solo en su VW, entre cardones de tres y cuatro metros de altura. Había perdido toda senda. Ni huellas ni gente; sólo arena, piedras, un motor recalentado y ocho cigarrillos en la guantera. Sin viento, sin la más leve brisa (aunque los libros siempre hablaban de la continuidad de los alisios del noreste), el sol parecía esforzarse en calcinar todo. Una hora antes un muchacho con dos cabras había respondido a su pregunta por Jadacaquiva (que figuraba en el mapa):

-¡Sabrá Dios dónde! Jamás salí de aquí.

Y media hora había transcurrido desde que aquella viejita en la puerta de su rancho, rodeada de dos enormes pavos, le había sonreído por respuesta, llevándose un dedo a sus labios para señalarle su incapacidad de hablar. ¿Media hora? ¡Quizá tres horas, quizá unos minutos! Ya no estaba seguro de nada. Se detuvo, fumó un cigarrillo sin apagar el motor (¿arrancaría de nuevo?) y decidió seguir una ligera huella señalada únicamente por la ausencia de cardones en una faja de metro y medio de ancho.

Observó el sol acercarse velozmente al horizonte de cardones. Luego desaparecer de golpe, sin crepúsculo. Encendió los faros iluminando apenas dos o tres metros por delante. Y comenzó a llover como si se abrieran definitivamente los cielos; rápidamente aparecieron torrentes rojos que se desarrollaron y crecieron hasta fundirse unos con otros en un mar violento llevando, en su furia, toneladas de polvo en suspensión. Apagó el motor y cerrando las ventanillas prendió el último cigarrillo, ya resignado a su suerte. Cabía esperar solamente el momento en que los ríos impetuosos arrastraran su pequeño auto contra los cardones. Perdió toda esperanza. Pensó en la ironía de morir sepultado por agua y lodo en un desierto.

Estaba por apagar la insignificante colilla cuando le pareció que alguien se movía fuera de su vehículo. Una mano golpeaba efectivamente su parabrisas y un rostro con barba de varios días parecía suplicar. Intentó bajar el vidrio de la puerta y la manija se atascó. Se desesperó tocando todos los botones, manivelas, palancas; nada sucedía. Quiso romper el parabrisas y el cristal se resistía como si fuera metálico. ¡Su auto se había convertido en un féretro de metal y vidrios irrompibles!

Antes de perder el sentido por la falta de oxígeno miró nuevamente el rostro del otro lado del parabrisas. No estaba desesperado como el suyo; parecía decir:

-No mueras. Te necesito.

Y despertó empapado por el sudor o la lluvia. En su lecho. Se levantó, fue a ducharse, se cambió, y marchó al taller a calentar su café y estudiar el cuadro que tenía esbozado.


[ Gonzalo Pérez Iribarren: In memoriam] [Centro de Matemática] [Instituto de Matemática y Estadística "Rafael Laguardia"]